Diario privado de Estela Richmond (III)

Tuvimos que retroceder. Si había un mensaje, seguramente era importante para avanzar. Nos dimos la vuelta y nos pusimos a caminar. Cuando apenas habíamos dado veinte pasos, el suelo empezó a temblar y despareció bajo nosotras tan rápido que no me dio tiempo a reaccionar. Ambas caímos.
Caímos de culo. El suelo se había convertido en una pendiente y no podíamos ponernos de pie, caíamos con media espalda apoyada como nos era posible. No podíamos agarrarnos a nada. Noté la ropa mojada, por el suelo corría agua, tal vez por eso nos deslizábamos cada vez más rápido. La caída se hizo muy larga. Hacia el final el suelo desapareció dejando solo agua que nos frenó antes de llegar al final del estanque en el que habíamos acabado.
Meera estaba visiblemente enfadada. Avanzó hasta un punto en el que el agua le llegaba solo por las rodillas. Levantó las manos con ímpetu y se detuvo. Se volvió hacia mí y me sonrió. No hacía falta convocar ningún fuego. Las llamas azules brillaban en el resto del espacio abovedado, corrían por el perímetro y pulsaban en las numerosas columnas que conformaban la estructura.
Guardo con buen recuerdo que, a pesar de la situación, nos tomáramos un tiempo para nosotras en aquellas aguas. Era curioso que en un lugar bajo tierra, en un templo que llevaba tanto tiempo oculto, el agua no oliera a podredumbre y estuviera limpia. Aquel pequeño descanso nos sirvió para pensar con más claridad cuando salimos del estanque.
Probablemente aquel no era el camino que debíamos estar siguiendo, aunque no estábamos seguras. Sin embargo, las llamas azules llegaban hasta allí, siguiéndolas encontraríamos una salida. Otra muy buena señal era que no había por allí ningún hueso humano. Conseguimos respirar tranquilas.
Intenté recordar las letras del relieve del pasillo, tenía curiosidad por aquel mensaje que no habíamos podido leer. No podía acordarme con claridad de ninguna frase. Meera me planteó la teoría de que tarde o temprano tendríamos que haber dado la vuelta en ese pasillo y habríamos acabado donde estábamos.
Una parte de mí creía que era cierto, pero me surgían las dudas con respecto a ese pasillo. Si habíamos visto salir aire de él, el aire tenía que salir de algún sitio. Dejé atrás estas cuestiones y seguimos avanzando.
Creíamos que de algún modo debíamos volver a subir, aquel descenso nos había llevado muy por debajo de la tierra. Continuamos por un nuevo pasillo. Terminamos en una nueva sala. El techo era muy alto y estaba abovedado a lo largo de toda esta estancia. En la zona superior de la pared que quedaba a nuestro frente había unos enormes ventanales verticales, que recordaban a las vidrieras de las catedrales de Otoar. La luz penetraba con fuerza cruzando hasta mitad de la sala. Era curiosa la ausencia de columnas y la fuerza de la luz.
En la pared opuesta caían desde el arranque de la bóveda enredaderas que habían agarrado fuerte a la pared. Parecía que habíamos llegado a la nave por una de las salas laterales. Según nuestros cálculos todo estaba mal en aquel lugar. Fuera de allí, en la ventisca, era imposible que el sol entrara con esa fuerza, a tal profundidad, la nave era tan ancha que no se podía sostener el techo solo esos muros laterales.
Le pedí a Meera que se quedara atrás, por el suelo había mesas, sillas y estanterías de madera rotas, apiladas unas sobre otras, y encima una capa de polvo densa, con telarañas incluidas. Me elevé en el aire a escaso medio metro del suelo y avancé; cuando la luz me rozó la piel sentí un dolor inmenso. Grité, caí al suelo, me revolví de color. Meera no se lo pensó dos veces y vino en mi ayuda. Se sacó la capa de su bolsa y me la echó por encima para protegerme de la luz. He de decir que nunca antes me había herido otra luz, ni siquiera la del sol. Claro que esta no era la luz del sol, eso ya me había quedado claro en aquel momento.
Meera me llevó de la mano apoyándome en ella hasta detrás de una alta estantería que aún se mantenía en pie y que estaba llena de libros. Me recosté en el suelo. A mi izquierda había otra estantería y detrás de ella se podía observar una fuente con unas figuras esculpidas. Una mujer sostenía con la mano izquierda hacía arriba una esfera, la mano derecha estaba bocarriba y una serpiente estaba enredada desde su brazo derecho, pasaba por su cuerpo y sacaba la cabeza una vez llegada al suelo entre sus pies. Delante de ella había un cetro que media en torno al metro y medio y que terminaba en forma cóncava, como si en ese lugar se hubiera de colocar algo parecido a la bola que ella sujetaba con la mano. La composición entera parecía estar esculpida en una sola pieza de mármol.

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