Diario privado de Estela Richmond (IV)

De algún modo decidimos que aquello era más biblioteca que basílica, porque no había ni ábside ni altar, aunque la fuente era un elemento destacado en el espacio. De la fuente a duras penas salía agua, resbalaba por la mujer hasta el fondo. La fuente se abría en dos canales estrechísimos que circulaban por ambos lados de la biblioteca. Por el lado derecho, por donde habíamos entrado hasta el estanque en el que habíamos aterrizado. Por el lado izquierdo se perdía en medio de la pared. La biblioteca no tenía más salidas, y si las tenía, estaban ocultas, tapiadas o, a lo peor, selladas.
Noté el curioso cambio de la guía que habíamos tenido con el fuego hasta ese momento en el que estábamos rodeadas más bien por agua. «Elementos complementarios» dije en voz alta. La sala también era en sí un nexo entre ellos, incluso una alegoría entre su nave izquierda luminosa y su nave derecha oscura. Quería probar algo, pero no podía acercarme a la luz. La luz me quemaba. Pensé en lo que leímos al entrar al templo. La llama que quema podría significar la luz que quema. No debíamos seguir ese camino, pero no había camino.
Meera fue a mojarse las manos al agua de la fuente y me llamó. En el agua había una esfera de piedra oscura pulida. Parecía casi demasiado obvio que era la piedra que le faltaba a la estatua. La levantó y la colocó sobre la mano de la mujer. El agua dejó de brotar. La fuente comenzó a vaciarse. Al cabo de unos minutos la estancia de la que habíamos salido estaba bloqueada por una pared de piedra y enfrente de la misma una nueva estancia había aparecido, o debería decir, la pared se había abierto para revelar esa sala. Algo mágico ocurrió, las enredaderas que antes se extendían solo por el lateral derecho de la biblioteca colgaban ahora también ante el lateral izquierdo. La cortina que conformaban evitaba que pasara la luz.
Nos levantamos de allí. Meera cogió un par de libros que había estado mirando mientras descansábamos, se los guardó en su bolsa.
A decir verdad, a esas alturas ambas pensábamos que el peligro habría sido mayor. Estábamos en un lugar muy antiguo, anterior a la historia conocida. Podía albergar cualquier tipo de arma a la que nosotras estaríamos expuestas sin percatarnos de ello. Entramos en la sala opuesta a la sala del estanque. Una cosa estaba clara, solo podíamos avanzar. Nos adentramos en una sala cuyas paredes eran espejos. El fuego azul recorría el perímetro por el suelo con una llama baja; a distancia media en cada pared salía una lengua hacia el centro, donde se unían las cuatro ascendiendo en una especie de remolino. Buscamos por las paredes. No encontramos nada. En esta sala sí crecía musgo por el techo los espejos estaban considerablemente deteriorados, incluso rajados en algunas de sus esquina.
Proseguimos, entramos en un pasillo recto. Las paredes estaban horadadas con formas rectangulares. Al avanzar vimos que eran ventanas. Me asomé por una de ellas, todo lo que pude ver era el vacío, oscuro, infinito. Sentí miedo. Meera lo notó y se asustó de verme así. Se asomó ella también y su reacción fue incluso peor, se le enfrió el cuerpo. Estábamos en un puente, no en un pasillo, era un puente cubierto. Meera se permitió calentarse con su magia, cuando estaba recuperando la temperatura, algo salió mal: empezó a toser y con cada tos escupía violentamente fuego. Me puse detrás de ella y la abracé para calmarla. Funcionó.
Pero algo había pasado, las llamas que nos rodeaban e iluminaban no eran azules, se habían tornado rojas, del color del fuego que Meera había expulsado y estaban calentándonos. Empezamos a oír algo crujir, miramos atrás, las piedras frente a la sala de los espejos se estaban cayendo del techo. Nos miramos y empezamos a correr.

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