Biografía de Retar Chone, archivero y escribano de la Catedral de Zafío

Capítulo 7. Encuentros con el maligno

[…]

Me levanté la mañana del 14 de noviembre del año 1324 honrando a nuestro Señor, orando durante una rigurosa hora a la figura que me protegía desde una esquina de mi bendecido cuarto.
Después me reuní con mis hermanos para el desayuno y proseguí con mis labores rutinarias, véase la lectura de los santos libros y su copia en la sala de la calavera.
Cuando el mediodía nos había alcanzado, el diablo se personificó ante nosotros. Los signos que lo antecedieron fueron los siguientes: unos sonidos agudos en todos los metales que nos rodeaban, el oscurecimiento del cielo, la temperatura descendió, las velas se apagaron, se escucharon las risas de las almas enfermas que han perecido a su lado y también los gritos de los que sufren su infierno.
Después una bruma negra se extendió desde el suelo hasta nuestros ojos, la puerta se abrió y allí estaba él.
Temo que escribir esto sea una forma de invocarlo, pero he de sacrificarme para conseguir que algún día él y todos los suyos desaparezcan.
El miedo ya se había apoderado por aquel entonces del pobre hermano Drex, de Lativa; cayó al suelo de rodillas llorando y escondiendo la cabeza. El demonio nos miraba con ojos fulminantes que destacaban en medio de la oscuridad que lo acompañaba. Sus cabellos eran negros como el tizón y eran largos como los de una fémina. Sus facciones marcadas eran cuasi propias de un animal, tenía dientes que se le salían de los labios e iba vestido por completo de negro. Al contrario de las descripciones populares, no había ni cuernos ni cola en el cuerpo de este demonio.
Se acercó a los libros con los que estábamos trabajando y antes de que pudiera moverme, me prohibió hacer nada con un gesto de su mano. Sus dedos eran alargados y sus uñas afiladas. Mis músculos estaban paralizados, era el poder del mal.
Han de saber que el demonio no es vulnerable a oraciones ni a la santa escritura. No sufrió durante el tiempo que estuvo rebuscando en los escritos.
No sé decir cuánto tiempo estuvimos allí. Solo sé que una vez levanté la cabeza y ya no estaba. Cuando salimos de la sala de la calavera, el sol ya se había puesto en el horizonte y el resto de la orden no se había percatado de lo que nos había pasado ni a Drex ni a mí.
Después de que nadie nos creyera cuando relatamos lo ocurrido, regresé a la sala de la calavera a mirar las páginas por las que estaban abiertas los libros. Me sorprendió encontrar un capítulo en particular del Cantar de los valientes que estaba mojado y arañado. Las palabras ya no se podían leer con claridad ni Drex las había llegado a copiar. Yo conocía ese pasaje y no recuerdo las palabras exactas, pero sé que relataba cómo los valientes, una vez llegados a Otoar, localizaron el templo y solucionaron el acertijo de su entrada.
Lo que el demonio se traía entre manos con esto ni lo supe entonces, ni lo sé ahora a las puertas de mi final. Tal vez alguien lo comprenda algún día, pero eso sí, nunca más volvió a verse ni un signo del diablo en la Catedral de Zafío.
Muchas veces me pregunté si hubiere sido mejor contar lo ocurrido; tal vez nuestros superiores no quisieron creernos para que nuestra catedral no perdiera su prestigio e importancia, pues todos sabían que era el único núcleo religioso en el que se guardaban los tomos íntegros de nuestra historia, los que se habían guardado desde hacía medio milenio. En el momento en el que escribo estas palabras, sé de al menos veinte centros religiosos más que ahora están en posesión de estos manuscritos.
El día 14 de noviembre terminó, pero yo no pude dormir ni aquella noche ni muchas noches después.

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