Diario privado de Estela Richmond (I)

Al norte de Panastra, en la región del Ansky Seyieh, nos dio la bienvenida un clima nada agradable. La ventisca se cernió sobre nosotras sin piedad. Mi amada Meera Aester convocó un escudo de aire que la aisló de la temperatura exterior antes de que le inmovilizara, a pesar de los guantes, sus delicadas falanges. Ella se había preparado para soportar las inclemencias de las bajas temperaturas del norte, pero aquella ventisca era algo fuera de lo común, muy lejos de lo esperado. En Lena Menks días atrás entramos al mejor comercio de ropas que conocía, pues ya había estado algunos años antes allí por más tiempo del que habría deseado, y le compré a Meera todo lo que necesitaba. El cuero interior estaba tratado minuciosamente para que el cuerpo conservara el calor bajo las pieles de oso con las que confeccionaban las prendas. Yo misma tuve que adquirir un equipo a riesgo de que se descubriera mi verdadera naturaleza. Como vampira, mi cuerpo puede resistir temperaturas límite muy por debajo de la temperatura del norte de Panastra, incluso en la peor de sus noches.

Teníamos en nuestro poder el amuleto que habíamos encontrado hacía meses en las ruinas del templo de Akkasyk Tanizah junto con el mapa de runas prehistórico cuyo origen no puedo desvelar ni siquiera en este diario. Combinando ambos habíamos conseguido descifrar dónde se encontraba el lugar que estábamos buscando. Debíamos estar a siete jornadas de camino todavía hasta llegar al lugar aproximado. Después tendríamos que encontrar el templo, un acceso y explorarlo bien para no morir en el intento.

Yo iba dándole vueltas a todo esto cuando Meera cayó de rodillas en la nieve. Su brazo seguía derecho apuntando al frente y mantenía su escudo de temperatura. Me acerqué y la arropé con mi capa, nos envolví y ella se vio obligada a dejar el hechizo. Yo no podía darle calor porque mi cuerpo no tiene la temperatura del resto de cuerpos humanos, pero recurrí a un secreto vampírico que la ayudó a recuperar su energía.

[…]

Encontrar el templo nos llevó mucho tiempo, mucho más del que habíamos calculado. No es que no supiéramos dónde estaba, estábamos más que seguras de que aquel era el lugar correcto, pero no encontrábamos muros, no había nada allí más que la tundra, vasta, infinita y solitaria. Recorrimos en círculos el lugar, el radio fue aumentando hasta que nuestras vueltas, más bien elípticas alcanzaron un perímetro de más de tres kilómetros. Nada. Sobrevolé la superficie y me alejé un poco intentando adivinar alguna forma visible desde el aire, pero tampoco funcionó. Entonces, Meera comenzó a usar sus poderes para introducir aire a presión en la tierra y ver si salía por algún punto. La verdad es que jamás pensé que iba a dar resultado, y no fue esto en concreto lo que funcionó. Obviamente no habíamos contado con los efectos que el clima había tenido en el templo durante los siglos. Le pedí a Meera que usara sus poderes para calentar (tal vez quemar es más apropiado) toda la superficie que nos rodeaba, derretir el hielo superficial y después evaporarlo todo y eliminar la vegetación.

Ella lanzó con gran sutileza las llamaradas como si cantara mientras movía sus manos hacia delante. Giraba sobre sí misma muy lentamente, hasta que no había derretido todo el hielo y comenzaba a evaporarse frente a ella, no seguía girando. Yo comencé a destrozar y remover el suelo con violencia.

Pasó el tiempo, tal vez una hora, dos, no lo recuerdo con claridad, Meera estaba visiblemente cansada, pero aún no agotada. De repente, una llama surgió de la superficie a unos veinte metros desde donde estábamos nosotras. La llama era absolutamente normal, como las que estaba lanzando Meera, pero tras unos segundos comenzó a extenderse en línea recta en dos direcciones y se tornó de color azul. El fuego se levantaba hasta la altura de nuestra cintura y seguía extendiéndose cada vez en más direcciones. Alcé el vuelo de nuevo para observar el patrón desde el cielo. Me era muy familiar. En algunos puntos, el fuego se detenía y descendía hasta perderse en una simple llama. Vi cómo Meera lanzaba un escudo protector para prevenir lo que pudiera pasar. Entonces, cuando su esfera tomó forma, lo entendí. Descendí en picado, ella bajó su escudo y se dejó elevar; era tan liviana… Cuando había comprendido lo que estaba pasando descendimos hasta un área alrededor de la cual el fuego había creado una figura geométrica. Las llamas, transcurrido un tiempo, alcanzaron su máxima extensión; yo alcanzaba a distinguir que por el norte habían avanzado más de un kilómetro de distancia. La tierra tembló y parte de ella comenzó a hundirse, como si la succionara el subsuelo, el estruendo que provocó no lo olvidaré jamás. Había oído todo tipo de sonidos en mis más de 700 años de vida, pero nunca nada igual. Alzamos el vuelo, Meera abrazada a mí. Una estructura gigantesca sobresalía ahora del terreno. Descendimos a lo que las dos pensábamos que era la entrada principal.

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